Los pichiciegos portada

Reseña de Los Pichiciegos, de Rodolfo Enrique Fogwill

Un recorrido por el horror de Malvinas, a través de la feroz fabulación de un maestro de la prosa

Aparecida en 1983, pero terminada antes del desenlace de la guerra, la novela nos cuenta las penurias de un grupo de imberbes desertores que intenta sobrevivir a la maldita contienda mediante el comercio con el enemigo.

Uno de los pibes, de los adolescentes conscriptos de la guerra de Malvinas, el santiagueño, explica: “El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón- y no ve. Anda de noche”.

Por eso se llamaban “los pichis”, porque eran como ellos: “muertos que vivían debajo de la tierra, cosa que a fin de cuentas era medio verdad”.

Los pichis viven en la pichicera, una especie de cueva, una morada subterránea, alejada de las trincheras oficiales. Eran, quedaban, veinticuatro, de todos los que habían sido. Sobre todo provincianos.

Y estaban los Reyes magos, los que mandaban, los pichis que habían asumido la organización. A ellos los había convencido el Sargento, tenían que abandonar esas trincheras que les habían asignado, que se derrumbarían en cualquier momento, y desertar, irse al monte, practicar una cueva en la roca y esperar que la guerra pasara.

Los reyes calculaban que nadie se iría de los pichis, porque “si pasase al lado argentino contaría el lugar donde vivían los pichis y los cazaban a todos, pero a él también lo metían preso, por haber sido pichi, o lo mandaban al frío, o a ahogarse en las trincheras. Nadie iba a querer dejar de ser pichi. Ser preso de los británicos era otra posibilidad. Daba miedo.”

Entre los soldados, los pichis constituyen una especie de mito:

“-Afuera saben de los pichis (…)-les dijo un nuevo otra noche.

“Decían que había como mil pichis escondidos bajo tierra (…) que tenían de todo: comida, todo. Muchos decían que tenían ganas de hacerse pichis cada vez que se venían los Harrier soltando cohetes (…)

-Es cierto-dijo Rubione-. Cuando faltan cosas en el siete dicen que todos ahí se cagan de hambre mientras los pichis preparan milanesas abajo. Dicen que están abajo, creen que estamos debajo de ellos”.

Son, como la mayoría de los soldados, pibes que no llegan a veinte años, que tuvieron la suerte de haber conocido al Sargento, que los apioló oportunamente:

“-Córtense solos porque de ésta no salimos vivos si no nos avivamos”

Nada más alejado de la imagen de ´héroe´ de la imaginería oficial de la Guerra de Malvinas. Ninguno de los pichis espera otra cosa que regresar al continente; aunque mucho no saben, pronto abandonan una causa perdida.

Incluso Galtieri, al que apodaron así porque era el único que creía que se podía ganar.

Se enteran así, desde su guarida, del estrago de la contienda, del macabro teatro de operaciones. Y el narrador va refiriendo todo lo que le cuenta Quiquito, un sobreviviente:

“Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraban a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie. A ésos los llevaban a la enfermería, y si había jeeps y gente apta los llevaban después a la enfermería de la pajarera, donde bajaban los aviones a buscar más heridos y traer más refuerzos de gente, remedios y lujos para los oficiales. Para llegar hasta la pajarera había que cruzar el campo donde siempre pegaban los cohetes (…) ¿Quién iba a querer cruzar el campo para llevar heridos? La explosión repercute adentro, en los pulmones, en el vientre; hasta pasado mucho tiempo sigue sintiéndose un dolor en los músculos que se torcieron adentro por el ruido, por la explosión”.

Debido a su visita a los británicos, conocen la superioridad de éstos y no les queda otra que traficar con ellos: a cambio de víveres, pilas, cigarrillos… Los pichis les daban mapas con la posición de las minas argentinas.

Además de ello, solo les quedaba esperar. Esperar que todo acabara y que pudiesen regresar con vida. Con el miedo metido en el cuerpo, y el frío constante y la nieve “Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después (…) Y a eso llamaban nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío y pegajoso”

El relato avanza al ritmo de los sucesos de los que se van enterando. El asunto de las monjas francesas, que aparecieron un día como seres sobrenaturales. O las fotos que les dan los ingleses, fotos de los oficiales rendidos tomando té con los capitanes de los barcos de las flotas británicas.

Quizá lo más atrayente de la novelita tenga que ver con esta perspectiva descentrada, con el testimonio de un sobreviviente de los pichis, la mirada de los que desertaron antes de luchar, negándose a martirizarse por el capricho y la canallada de unos militares genocidas.

Efectivamente, bajo esa focalización inesperada, el asunto de la guerra queda reflejado en las charlas de la pichicera, en las conversaciones de unos pibes desengañados que saben que no hay guerra, sino un montaje siniestro y vano.

Quizá lo más atractivo tenga que ver con una visión inesperada de quienes se quedaron al margen, con un relato imaginario cuya fabulación difiere de la trillada romantización de los combatientes.

Como siempre decimos, la literatura deviene un dispositivo que trabaja con lo imaginable, no solo con lo posible, no con lo verdadero ni con lo sabido. Fogwill lo ejemplifica con Los Pichiciegos, donde lo que menos importa es el testimonio documental, y donde magistralmente confirmamos la potencia del goce estético.

Como se dice en la novela: “Aunque la historia que le cuentan a uno no alcance a impresionar y aunque uno no la crea, impresiona sentir la impresión que trae el que la cuenta por el solo hecho de contarla”.

Amigas, amigos, la mesa está servida.

Por Martín Cagnoni para Alegre Distopía, un programa de música, literatura y artes varias que imprime una mirada irónica y humorística a estos tiempos distópicos. Escuchalos todos los jueves de 14 a 16 horas por Radio Nacional Salta – AM690 o FM 102.7

 

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