Ana María Shua es una de las mayores escritoras argentinas, con una obra vastísima para adultos, para jóvenes y para chicos. Su carrera arrancó muy temprano con la poesía -a los 16 años publicó un libro de poemas, “El sol y yo”- y con su primera novela, “Soy paciente”, ganó un premio muy importante, el Losada, en 1980. A lo largo del tiempo, Shua fue entregando distintas obras de diversos géneros y en los últimos años se convirtió en una referente insoslayable del microrelato
Hace poco dijiste una hermosa frase que me permito rescatar: “cuando empezamos a escribir, creemos que podemos contar el universo”. ¿Qué pasa con ese universo cuando finalmente terminás el libro? ¿Es posible contar el universo?
Cuando uno empieza a escribir piensa que puede hacerlo acerca de cualquier cosa, en ese sentido uno sí cree que puede contar el universo. Después, cuando vas avanzando y vas comprendiendo cómo es el oficio y hasta dónde llegan tus posibilidades, te vas dando cuenta de que no querés contar el universo. Hay algunas pocas cosas que te interesan contar, vaya a saber por qué. Además si quisieras contar otras, no podrías porque cada autor tiene su mundo, algunos más grande, otros más chico; pero no es infinito, es el mundo personal de cada uno de nosotros. Esa ilusión de que podemos contarlo todo, es eso nada más, una ilusión.
Sos una escritora bastante ecléctica. Escribiste tempranamente poesía, hiciste novelas, cuentos, microrrelatos y un largo etc. Hay escritores que se encasillan en un género y no salen de allí, pero en tu caso te movés de un lugar a otro. ¿Por qué creés que esto es así, forma parte de una búsqueda?
Eso sucede porque soy una lectora muy ecléctica “dime lo que lees y te diré lo que escribes” (risas), y como me gusta leer de todo, en especial narrativa (realmente no estoy leyendo otros géneros). Todo lo que sea narrativa (cuento, novela microrrelato) me divierte, la poesía no porque ya leí mucho de joven y escribí poemas. Particularmente yo vivo la lucha que vivimos todos los escritores, que es la de ser diferentes a nosotros mismos. Es una lucha casi imposible ser originales en cada uno de nuestros trabajos. Uno quisiera que cada uno de mis nuevos libros sean diferentes a los libros que ya escribí, por eso ese cambio de género que desarrollo me ayuda un poco con eso, y además dentro de cada género yo quiero generar esa sorpresa con el lector, que no sepa con qué se va a encontrar. Eso puede ser una ventaja y también una desventaja. Hay lectores que leen un autor porque van en busca de una voz, de algo que lo identifica. Yo estoy orgullosa de no tener una voz que me identifique y poder escribir cosas muy diferentes unas de otras. Quizás tengo un estilo más definido en los microrrelatos, pero no en los cuentos ni en las novelas.
Hay lectores que leen un autor porque van en busca de una voz, de algo que lo identifica
Sos una referente del microrrelato, los reunidos en “Guerra”, “Casa de gueishas” y “Fenómenos de circo” son excelentes, por lo menos, mis preferidos. ¿Qué significa para vos este género y qué te permite como escritora desde lo estético?
Yo adoro el microrrelato, es un género del que me enamoré como lectora. Yo empecé hace mucho a escribirlos, imaginate que “La sueñera” es del año 1975. Hoy hay muchos escritores que los publican, pero en la época que yo empecé, muy poquitos autores podían darse el lujo de escribirlos y publicarlos. Ellos eran todos grandes escritores, genios: Borges, Cortázar, Blainsten, Bioy Casares, Monterroso. Los libros de microrrelatos eran aún más raros todavía. Uno sabía que existían libros como “Las ciudades invisibles” de Calvino, “Viaje a Gran Garabaña”, de Michaux, libros maravillosos, extraordinarios, estruendosamente bellos. Y por eso se los publicaban, porque eran libros excelentes y de escritores consagrados. Yo encontré esos libros, los disfrutaba y me encantó el género. Además conocí también la revista “El cuento” que publicaba microrrelatos, que no se llamaban así, sino “cuentos brevísimos”. Y así fue como empecé a escribirlos. Desde lo estético, me producen un enorme placer condensar la máxima posibilidad de significado en la mínima cantidad de significante.
¿En los microrrelatos hay una relación fuerte con el lector, al que se pretende hacer reflexionar, desacomodar. Sería como una especie de cross a la mandíbula, diría Roberto Arlt, de palabras. ¿Jugás con eso a la hora de escribirlos?
El lector de microrrelato tiene que trabajar, no puede estar vagueando porque necesitamos que nos ayude a completar el significado de lo que escribimos. Apelamos a un lector atento, es todo lo que pretendemos de él. Cuando uno lee una novela, de pronto, se puede saltear un párrafo, o una página entera; y sin embargo sigue leyendo y siguiendo lo que pasa. Cuando uno lee un microrrelato es un poco como estar leyendo poesía, cada palabra tiene un peso específico tremendo, es como una piedra. Hay que leerlos con mucha atención porque sino se pierde el sentido. No se puede leer un libro de microrrelatos de una sentada, leerlos así es aburrido, porque a partir de determinada cantidad de textos uno va dejando de entender lo que lee porque hay que hacer un gran esfuerzo de atención.
Un hermoso libro que trabajamos en las escuelas es “Dioses y héroes de la mitología griega” donde adaptas las principales historias mitológicas a lectores preadolescentes o adolescentes. ¿Por qué te decidiste a hacer este libro y revisar la cultura griega?
Cuando escribí ese libro no fue idea mía, sino de una editorial. Me llamaron y me preguntaron si quería escribir un libro sobre mitología griega, y a mí me pareció una idea maravillosa. Cuando yo era chica amaba leer mitos griegos, sabía mucho, mis padres me regalaban libros sobre eso, inclusive me hacían preguntas en público para demostrar mi sapiencia, era muy divertido. Por eso esa posibilidad de transmitirles a los chicos esos mitos que a mí me fascinaban tanto me pareció lindísima. A mí no se me hubiera ocurrido hacerlo, porque todas las editoriales tienen sus libros sobre mitología griega, como idea realmente me parecía imposible que me la acepten. Y cuando me lo propusieron, fue maravilloso.
¿Cómo ves esa relación que se da entre literatura y escuela?
Es genial que la literatura para chicos haya entrado en la escuela, eso no se daba cuando yo era niña. Nosotros teníamos sólo el libro de lectura, que desarrollaban pequeños ensayitos sobre temas cotidianos escritos por docentes, y no por escritores, y a veces había pedacitos de cuentos. Uno por ahí empezaba a leerlos, se enganchaba, eran interesantísimos, y de repente aparecía la línea de puntos y la palabra “fragmento” (risas), era muy deprimente. Yo celebro que la literatura infantil argentina haya entrado a la escuela y la haya hecho crecer enormemente. Gracias a ese gran mercado, todas las editoriales se lanzaron a publicar, armaron departamentos de literatura infantil y surgieron autores. Por otro lado, la escuela necesariamente impone ciertas reglas, y eso no tiene nada de malo, es decir que dice qué es lo que puede entrar en la escuela y lo que no. El problema, a veces, es que las editoriales no se atreven a publicar libros que suponen que la escuela va a rechazar. Y ahí se genera una especie de censura de la escuela, una censura de la editorial, y la autocensura del autor mismo, porque cada uno de nosotros tiene una idea propia de qué se puede contar a los chicos. Por eso la literatura infantil está cercada por todos esos límites.
¿Pensás que la literatura es un hábito que se puede transmitir a los estudiantes?
Eso de “adoptar el hábito de la lectura” no existe. Un hábito es lavarse los dientes, caminar derecho. La lectura tiene que ser un vicio, una pasión, una locura, y no un hábito.
“Hija”, tu novela publicada en 2016, relata la relación de una madre y una hija (muy mala) que se desarrolla a lo largo de los años oscuros de nuestra historia. Hay allí una frase muy fuerte que me dejó pensando “A nuestra generación la liquidó más la militancia que la droga”. ¿Podrías desarrollarla más?
Hoy los padres se preocupan, y está bien, por la salud y la vida de sus hijos en relación con las drogas. Cuando yo era jovencita, nuestros padres no sabían si íbamos a volver cuando salíamos. En mi caso no tanto porque yo nunca fui militante, pero los padres que tenían hijos en política de verdad no sabían si iban a volver si salían. En ese sentido, la militancia mató más que la droga. En mi ápoca asesinaron a muchos más chicos por ser militantes de los que se mueren hoy por drogarse, y los mató el poder, eso es terrible y es así de claro.
En “La muerte como efecto secundario” construís una distopía o un clima apocalíptico en una Buenos Aires donde los barrios no son de nadie y existe un clima anárquico. ¿Cómo ves este clima distópico que hoy nos toca vivir en la realidad? ¿Cómo la estás llevando vos? ¿Escribís más o menos en el aislamiento?
Esto que estamos viviendo es rarísimo, para mí es como una película de ciencia ficción, pero de clase B, con un guionista barato porque no tenían plata para contratar uno bueno. Y como se conformaron con el que podían pagar, se les ocurrieron las cosas más convencionales: todos con barbijos, dictado de cuarentena y cosas por el estilo. Es decir cosas absolutamente originales en la realidad, pero absolutamente trilladas en la ciencia ficción. Esa es la sensación que tengo, que estamos viviendo una historia de ciencia ficción berreta. En cuanto a la labor literaria, aún no puedo escribir. Estoy haciendo encargos y tareas pero no son de invención. Aún no pude arrancar con un trabajo de creación, con textos míos. Pero bueno, como uno se acostumbra a todo en algún momento, algo va a salir.
Cuando eras niña no había una industria editorial de la literatura infantil. ¿Qué autores leías en la infancia que hayan sido un puente hacia la lectura?
Nosotros teníamos a Sigmar, la colección Billiken, la Robin Hood y la Péufer, y ya con eso teníamos bastante. Eran colecciones de clásicos, no de autores que hayan estado escribiendo en ese momento, leíamos muy buena literatura. Sin desmerecernos a los autores que estamos produciendo ahora, sabemos que entre las novedades hay cosas buenas, cosas más o menos y cosas malas. Los clásicos son todos buenos, habría que generar un equilibrio entre la lectura de los clásicos y la lectura de novedades. Hoy los chicos si bien no leen a Poe, a Salgari, a Verne; a veces llegan a ellos por otros caminos. Es lógico que la escuela elija a autores que escriben en español, para no caer en las traducciones, pero a veces salen algunas colecciones de autores clásicos y de alguna manera a los chicos les llega. Otra cosa más que se sabe poco, es que nosotros creíamos que estábamos leyendo a los clásicos en su versión original, y en realidad la colección Robin Hood estaba formada por maravillosas adaptaciones que estaban muy bien hechas.
Cada artista tiene una ideo sobre qué es o qué debería ser el arte, y en definitiva se plantea un determinado fin cuando escribe. ¿En tu caso cuál es ese fin o cuál es su idea sobre la literatura?
Es una pregunta muy difícil (risas). Lo que uno busca cuando escribe es contar algo de una manera que nunca haya sido contado antes. Y a través de ese relato original y esa forma única de contar, poder hacer que el lector pueda ver al mundo por primera vez, que vea a su realidad como si nunca la hubiera visto antes. Se trata de poder hacer que, en el caso de un adulto, pueda recuperar esa mirada infantil, inocente y de descubrimiento en relación al mundo que lo rodea.
¿Tenés algún libro de tu creación que vos consideres predilecto?
Hay un dicho en el Talmud que dice “para una madre su hijo preferido es el más chico, hasta que crece; el que está enfermo, hasta que se cura; y el que se fue de viaje, hasta que vuelve”. Particularmente no tengo un libro preferido, los que somos muy lectores no tenemos un libro predilecto, porque seguimos leyendo en su búsqueda. Hay libros que me marcaron mucho, como “Azabache” de Anna Sewell, que fue el primer libro que leí en mi vida y que me hizo descubrir lo que era la literatura y me hizo saber que eso quería hacer el resto de mi vida: escribir. Otro texto que me marcó fue la “Antología del cuento extraño” hecha por Rodolfo Walsh. A ese lo leí a los once años, y fue una excelente introducción al mundo de lo fantástico.
Por Lucas Bertone para Alegre Distopía, un programa de música, literatura y artes varias que imprime una mirada irónica y humorística a estos tiempos distópicos. Escuchalos todos los jueves de 17 a 19 horas por FM La Plaza 94.9