Iruya es un sueño convertido en pueblo, escondido entre los Andes del norte salteño. Una región que merece mucho más que una visita relámpago, para ir planificando el primer viaje para cuando esta pesadilla termine.
Y por fin, luego de trepar hasta los 4000 metros sobre el nivel del mar, entrar a Salta desde Jujuy y bajar más de mil metros en 20 kilómetros, allá abajo aparece Iruya. Un pueblito colgado de los cerros, besado por las nubes, acunado por dos ríos. Uno de los símbolos de la Salta andina, kolla y ancestral. Destino para muchos turistas, punto de partida para los viajeros que se animan a descubrir a pie alguna de las pequeñas comunidades que hay en su zona de influencia.
Iruya, su capilla y sus angostas calles de piedra constituyen una de las más difundidas postales del interior salteño. Sin embargo, para llegar hasta allí hay que ir desde la jujeña ciudad de Humahuaca. De la Ruta Nacional 9 parte el desvío que, al cabo de 54 kilómetros, termina en el famoso pueblo, que se recuesta sobre la ladera de un cerro comprimido por los ríos Colanzulí y Milmahuasi.
Donde la historia se detuvo
Aunque fue fundado oficialmente en 1753, Iruya reconoce un origen muy anterior, tal como ha quedado testimoniado en los numerosos asentamientos prehispánicos que había en la zona, que fueron parte del imperio incaico. Restos de los famosos caminos diseñados por los señores de Cuzco salpican valles y quebradas, y le dan un aire de misterio y descubrimiento a cualquier recorrido por aquí.
En este siglo XXI, Iruya se convirtió en un pueblo muy visitado, tanto que diariamente llegan (o por lo menos llegaban hasta marzo de este año) micros con turistas que vienen desde las capitales de Salta y Jujuy. Todos ellos almuerzan y pasan un par de horas más allí, antes de emprender el regreso. Es una pena quedarse tan poco tiempo. Lo mejor es pasar al menos una noche allí, porque cuando empieza a caer el sol, las tenues luces de sus empinadas calles se encienden y los cerros aún recortan su figura sobre las nubes del cielo, Iruya muestra a fondo su espíritu amable, sencillo y sereno. Un pueblo que invita a volar, como los cóndores que anidan en sus alrededores.
Sus 1200 habitantes son sumamente callados, retraídos, tanto que llegan a parecer hoscos. Pero no es así: simplemente, hacen su vida, continúan con su ritmo a pesar de la presencia de turistas. Por eso es importante no caer en la tentación de sacarles fotos sin permiso, aunque sus vestimentas típicas y sus rostros curtidos inviten a levantar la cámara.
Quedarse una o dos noches en Iruya permite conocer algunos de los parajes que se ubican en sus alrededores, caseríos habitados por no más de 200 personas, que consideran a Iruya como una suerte de gran centro urbano… San Isidro es uno de esos parajes, distante ocho kilómetros, por un camino que con las lluvias veraniegas se corta, ya que transita por el lecho del río San Isidro. La profunda quebrada de este mismo río divide al pueblo en dos mitades; sus calles son únicamente peatonales y para acceder a ellas hay que subir una larga escalera que serpentea por el cerro.
Pueblo Viejo, situado del otro lado del río Colanzulí, también merece una visita, con su capillita, su escuela y sus parcelas de cultivo que parecen parches multicolores. Y hay otros pueblitos, ranchos perdidos entre los cerros que reservan la sorpresa de una charla inolvidable con algún poblador que es feliz con muy poco, apenas algo más de lo que tenían sus antepasados uno o dos siglos atrás.
Fuente: Secretos de Salta