Witold

Reseña de Ferdydurke, de Witold Gombrowicz

“Atravesé hace poco el Rubicón de la ineludible treintena, crucé la frontera, según mis documentos, y mi apariencia semejaba un hombre maduro y, sin embargo, no estaba maduro. ¿Qué era entonces? ¿Cómo se presentaba mi situación? Vagaba por las confiterías y los bares, me encontraba con otras personas, cambiando palabras y a veces hasta pensamientos… pero mi situación era poco clara y yo mismo no sabía qué era: hombre o adolescente.

Cuando las últimas muelas, las del juicio, me hubieron crecido, fue necesario creer: el desarrollo se había cumplido, había llegado el momento del asesinato ineludible, el hombre debía matar al mozalbete, elevarse en los aires como mariposa, dejando el cadáver de la crisálida. Debía pues, entrar en círculos adultos.”

Amigas y amigos, tal es la encrucijada en que se encuentra nuestro protagonista, Kowalski, Pepe, al inicio de “Ferdydurke”, la polémica novela de Witold Gombrowicz.

Irrisoria, kafkianamente, a través de todo el relato, el narrador no puede convencer a los demás de que no es un adolescente, de que es un hombre de treinta años, y una y otra vez es tratado como un niño escolar. Cuando intenta afirmarse, demostrar la edad que tiene, los otros pretenden tener más motivos para encasillarlo en la adolescencia, como si dijeran: se hace el adulto, señal de que es un niño.

Pepe se halla atrapado en el juicio de los otros, y lamenta su extraña situación:
“¡Oh, es una maldición que la existencia nuestra en este planeta no aguante ninguna jerarquía definida y fija, sino que todo siempre fluya, refluya, se mueva y cada uno deba ser sentido y valorado por cada uno, que el concepto sobre nosotros de los torpes, limitados e incapaces nos sea tan importante como el concepto de los sabios, capaces y sutiles! Pues el hombre, en lo más profundo de su ser, depende de la imagen de sí mismo que se forma en el alma ajena, aunque esa alma sea cretina.”

La visita de un tío suyo, Pimko, un director de escuela, no hace más que profundizar el malentendido sobre su edad, pues irremediablemente lo trata como a uno de sus alumnos y termina por llevárselo al colegio.

“¿Qué? ¿Qué? Quise gritar que no era un colegial, que había ocurrido una equivocación, salté para huir, pero algo me atrajo desde atrás como un garfio y me clavó y fui atrapado por mi cu… culito infantil, escolar. Con el cuculeíto no podía moverme, era imposible moverse con el cuculato, y mientras tanto el maestro estaba sentado y, sentado, expresaba un espíritu pedagógico tan magistral, que, en vez de gritar, levanté la mano como suelen hacer los colegiales cuando piden permiso para decir algo. Pimko frunció la nariz y dijo:

—Quédate quieto, Kowalski. ¿Nuevamente quieres ir al baño?”

Así las cosas, Pepe Kowalski no puede zafar de ser tratado como un adolescente. Cuando quiere reaccionar, su desconcierto existencial lo detiene, lo paraliza y termina por ajustarse a la imagen que los otros tienen de él.

Entonces el relato va discurriendo por sus aventuras escolares, se nos va mostrando cómo Pepe asiste a los pequeños problemas de sus compañeros, cómo resulta negado en su verdadera edad. Entonces asistimos a contiendas épicas entre los escolares, a una guerra de muecas, por ejemplo, donde los líderes de los dos bandos luchan con sus rostros buscando la eliminación del contrario.

Nuestro protagonista es arrastrado por Pimko, que ha asumido el papel de tutor, a la casa de los Juventones, un matrimonio moderno, que disponen de un cuarto y que tienen a Zutka, una apetitosa y moderna colegiala. Pepe cree que Pimko lo hace para que sea seducido por ella y asuma su ardor adolescente…

La novelita avanza así, de disparate en disparate, y se ve interrumpida por capítulos digresivos que exponen, esperpénticamente, ideas estéticas sobre la forma y la madurez artística.

La aparición de tal novela en nuestro país, en 1947, resultó un acontecimiento desconcertante para el mundillo literario de aquel entonces.

Witold Gombrowicz había venido a Argentina, a bordo de un transatlántico polaco, invitado como periodista, para una pequeña estadía, algún tiempo antes del estallido de la 2da. Guerra mundial, acontecimiento que le impidió el regreso a su tierra. Tuvo que quedarse en nuestro país… ¡veintitrés años!, errando entre los bares del centro y los paseos de Retiro, desarraigado, marginal, extraño. Nunca volvió a su patria.

En Buenos Aires se contactó con algunos literatos, quiso abrirse un camino entre los intelectuales. Pero su obra era tan extraña que no logró gran repercusión.

Capítulo aparte merece la aventura de la traducción de Ferdydurke, que el polaco había terminado en 1938.

Gombrowicz se conectó con Virgilio Piñera, el excelente escritor cubano, también residente en nuestro país. Pronto el cubano y el polaco constituyeron un grupo de muchachos, intelectuales, críticos, diletantes, que se reunían en el bar Rex, y en tal ambiente comenzaron a intentar una traducción de Ferdydurke.

Debe haber sido una labor tan ardua como divertida: la traducción de un libro hecha por un escritor que apenas manejaba el castellano, con un grupo de jóvenes que no sabían una palabra del idioma polaco.

La permanencia de Gombrowicz en nuestro país fue como un relámpago, que destelló intensamente pero que se fue apagando en medio del marasmo y la inercia criolla. El polaco buscó sacudir el ambiente. Leyó en público un opúsculo suyo titulado “Contra los poetas”, un ataque a los escritores del grupo de Sur, encerrados en la poesía pura, y obsesionados con la forma… Se pronunció contra Victoria Ocampo, contra Borges, se burló de Larreta, de Barletta. Pero en la Argentina de los ’40 no estaban dadas las condiciones como para que un escritor de un país ‘menor’, y no de París, con gestos vanguardistas, pudiese llegar al público, puesto que los estándares de difusión y publicidad de las editoriales no podían abrirse por otros caminos que los consabidos.

Sin embargo, y como casi siempre ocurre, la posteridad por fin supo valorar la extraordinaria obra del polaco, y en nuestros días su imagen no deja de agrandarse, su estampa corresponde a la de un escritor impar, genial, excéntrico.

Además de piezas teatrales, cuentos y su magnífico y monumental Diario, Gombrowicz es autor de, entre otras, cuatro novelas deslumbrantes: ésta que reseñamos, Transatlántico, La seducción y Cosmos, que le valió un Premio internacional de Literatura, hecho que le abrió finalmente las puertas de la consagración mundial.

Dice la leyenda que el último grito que dio en nuestro país, a bordo del barco que lo devolvería a Europa, fue: ¡Maten a Borges!

Quedan todas y todos invitados a esta fiesta irreverente.

Por Martín Cagnoni para Alegre Distopía, un programa de música, literatura y artes varias que imprime una mirada irónica y humorística a estos tiempos distópicos. Escuchalos todos los jueves de 14 a 16 horas por Radio Nacional Salta – AM690 o FM 102.7

 

 

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