Cuando se cumplen 45 años del golpe militar del `76, hoy les traigo un libro con 24 textos sobre el terror cotidiano del periodo más oscuro de la historia argentina, de autores como Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez, Carlos Gamerro, compilados y editados por Victoria Torres y Miguel Dalmaroni. Ficciones, recuerdos, crónicas, testimonios biográficos, diversas perspectivas que enfocan la oscuridad, que intentan narrar el desastre.
En su libro Narrativas de La Guerra Sucia en Argentina, Jorgelina Corbatta nos cuenta que:
“interrogado acerca de una imagen que condense para él el tiempo de la dictadura (…), Piglia cuenta que, tras un semestre en California, vuelve a Argentina en junio de 1977 (…) y sale a caminar por Buenos Aires. Descubre entonces que los militares han cambiado el sistema de señales reemplazando los viejos postes, que indicaban las paradas de los colectivos, por carteles que dicen Zona de detención.
Tuve la impresión de que todo se había vuelto explícito, que esos carteles decían la verdad. La amenaza aparecía insinuada y dispersa por la ciudad. Como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada y que las tropas de ocupación habían empezado a organizar los traslados y el asesinato de la población sometida. La ciudad se alegorizaba. Por de pronto ahí estaba el terror nocturno que invadía todo y a la vez seguía la normalidad, la vida cotidiana, la gente que iba y venía por la calle. El efecto siniestro de esa doble realidad que era la clave de la dictadura. La amenaza explícita pero invisible fue uno de los objetivos de la represión. Zona de detención: en ese cartel se condensa la historia de la dictadura.
Este párrafo sintetiza (…) la amenaza latente y difuminada en una ciudad ocupada sometida al terror nocturno –que se vela en la vida diaria de sus habitantes pero que late en la represión de una violencia que retorna-. Tal como Freud definía “lo siniestro”: unión de conocido/desconocido, de lo familiar y lo terrible.
“¿Qué pasó con el lenguaje después que “pasaron” los militares?”
La extensa cita es valiosa porque brinda un acceso preciso a la oscura dimensión de esa parte de nuestra memoria colectiva. Además, me permite abordar de manera contundente el libro de relatos de que trataremos brevemente: Golpes. Relatos y memoria de la dictadura.
Todos los autores eran niñas y niños, o apenas jóvenes, en aquellos años tenebrosos y nos exponen sus elaboraciones imaginarias y sus recuerdos en tales páginas, y el resultado es un mosaico donde la literatura y la ficción funcionan como máquinas de abordaje del pasado.
La lista de autores es la siguiente: Juan José Becerra, Eduardo Berti, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Chejfec, Mariana Enríquez, Carlos Gamerro, Fernanda García Lao, Inés Garland, Aníbal Jarkowski, Federico Jeanmaire, Martín Kohan, Alejandra Laurencich, Laura Lenci, Julián López, Esteban López Brusa, Sebastián Martínez Daniell, Sergio Olguín, Mario Ortiz, Patricia Ratto, Carlos Ríos, Ernesto Semán, Patricia Suárez, Paula Tomassini y Alejandra Zina. Y los compiladores son Victoria Torres y Miguel Dalmaroni.
Una de las particularidades del volumen se relaciona con el hecho de que son relatos inéditos, escritos justamente para ser incluidos en él, en ocasión del cuadragésimo aniversario del golpe militar, en 2016. Es decir, resulta un texto donde se mixturan inextricablemente realidad y ficción, fantasía y memoria, literatura y vida.
Leerlo supone, para los argentinos, inmiscuirse en una zona imprecisa, en una dimensión nunca develada del todo. Quizá el concepto de lo siniestro, evocado por P iglia, tal como lo concebía Freud, condense aproximadamente la sensación que experimenta el lector al recorrer cada uno de estos relatos. Porque, efectivamente, asistimos a las crónicas de individuos que atravesaron el terror de aquella época siguiendo pese a todo con su vida, sin otra posibilidad de cambio que el exilio, la clandestinidad o la muerte.
Lo siniestro es resultado de la relación de una cotidianidad imposible que, sin embargo, sigue desplegándose. De una normalidad amenazada, de una atmósfera acechante.
Una constante entre la variedad de los relatos es la mirada infantil, la perspectiva inocente de la niñez, que intenta asimilar el medio ambiente:
“(…) la comedia infantil es insobornable y no percibe la violencia de la historia. Si no le cae una bomba en la cabeza (…) un niño solo puede ser sujeto histórico de un modo retrospectivo”.
Como ocurre en “24”, de Federico Jeanmaire, cuyo protagonista no entiende a qué se refiere esa palabra “golpe”, tan sonada: “no le entendí casi nada de lo que me dijo. Que no sabía si iba a tener clases, que había habido un golpe, muy tarde, como a las tres (…) Un golpe. No sé. Capaz que se cayó. O fue papá. O se cayó la señora directora o una de las maestras (…). Daba la impresión de que esa mañana alguien se había golpeado y el mundo entero estaba tan dormido que no podían explicarlo”.
O También como sucede en “Un anochecer de invierno”, de Alejandra Laurencich, con esas “dos chicas que hacía poco habían dejado el colegio de monjas al que iban para entrar en la escuela nacional de Bellas Artes”; que ven acercarse un patrullero cuando esperan un colectivo con un compañero, a los dieciséis años, y el terror que sienten les trunca los proyectos editoriales que venían tramando.
También en “4 colores”, de Carlos Ríos, un niño no entiende por qué su madre le repite hasta el hartazgo que no recoja nada de la calle, y el conflicto tiene lugar justamente cuando encuentra una birome, “una lapicera relinda (…) de ésas importadas que tienen cuatro colores”. Su pensamiento infantil trata de conjugar todo lo que sabe y todo lo que le han dicho de modo de sortear el peligro sin resignar tan valioso hallazgo: “pensé que una bomba no podía entrar en una lapicera, que eran todas mentiras de anahí porque ella me hacía siempre bromas por el estilo, además era una lapicera tan pero tan linda que sería incapaz de hacerle daño a alguien”.
En “El beso de Videla”, de Juan José Becerra, un adulto nos cuenta con asco cómo vivió ese saludo del ‘pedazo de asesino’ con ocasión de su visita, en 1977, a Junín, cuando el narrador llevaba la bandera de parte de su escuela.
Otro motivo que sobrevuela todo el libro tiene que ver con el ‘no saber’. En ese sentido, el tópico refleja uno de los más trillados estribillos a partir de aquellos días, como sucede en “El murmullo”, de C arlos Gamerro: “yo no sabía lo que estaba pasando. No sé cómo había hecho hasta ese momento para no saber, pero no sabía. En mi casa no se hablaba del tema. En la escuela no se hablaba del tema. En la calle no se hablaba del tema”.
Y desfilan los recuerdos, las anécdotas, las vivencias de ese horror que quizá nunca podamos superar, porque aún brillan por su ausencia treinta mil desaparecidos.
“Me acuerdo de Carrascosa renunciando a la selección –se dice en “Golpes”, de Eduardo Berti- de los festejos por el triunfo en Japón 79 al tiempo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitaba Buenos Aires, de las calcomanías y las postales con “…somos derechos y humanos” (…) y del mundial 78, claro: del estadio monumental aullando la marcha de San Lorenzo y del silencio glacial cuando Hungría marcó el primer gol”.
Y hay mucho más: una médium a la que acuden los Shocklender para develar cómo fueron asesinados, en “Una vez en un sueño”, de Patricia Suárez; la visión obsesiva del fantasma de un ahorcado, en el relato de Mariana Enríquez; la destrucción mediante bombas, itakas y morteros de la casa de una vecina, austera, bien de barrio, en “Queso”, de Esteban López Brusa.
Amigas, amigos, los invito a recorrer tales relatos para, como siempre, gozar de la literatura, y en esta ocasión tan sentida, sobre todo para hacer memoria.
Para que Nunca más.
Por Martín Cagnoni para Alegre Distopía, un programa de música, literatura y artes varias que imprime una mirada irónica y humorística a estos tiempos distópicos. Escuchalos todos los jueves de 14 a 16 horas por Radio Nacional Salta – AM690 o FM 102.7