Silvia Hopenhayn nació en Santiago de Chile en 1966, vivió su adolescencia en Ginebra, Suiza, y es escritora y periodista cultural argentina. Coautora de la novela “La espina infinitesimal” y “Cuentos reales”, publicó luego “Elecciones primarias” (Alfaguara, 2012), Ginebra (2018) y “Vengo a buscar las herramientas” (Corregidor, 2021). También es autora de los libros de conversaciones y reseñas “La ficción y sus hacedores” (2011), “¿Lo leíste?” (Aguilar, 2013) y “Ficciones en democracia” (2015). Dictó talleres de lectura en el Colegio Libre de la Universidad Di Tella; hoy lo hace en el MALBA y en la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, y dirige el taller «Clásicos no tan clásicos». Condujo varios programas literarios en televisión, como «El fantasma», «La lengua suelta» y «Libros que matan», y documentales sobre Manuel Puig, Olga Orozco y Adolfo Bioy Casares en el canal Encuentro, donde se transmite su ciclo «Nacidos por escrito», merecedor del premio ATVC 2017.
“Hablaban corto, sin expresarse demasiado. Al principio el padre de Lucio los tomaba por desconfiados. En realidad temían decir algo impropio, que las palabras se les escaparan de la boca antes de que pudieran darse cuenta de lo que decían. Las llevaban sueltas, desligadas. Las frases eran sinuosas para ellos, les quedaban largas.” (187)
“Vengo a buscar las herramientas” es en una posible lectura, una novela sobre la experiencia y, en este sentido, también sobre la palabra que permite dar sentido a una serie de acontecimientos de la vida, entre ellos, la muerte.
En general, las anécdotas externas a las novelas no son un buen punto para dar cuenta de una escritura, pero en este caso podríamos mencionar lo que Silvia Hopenhayn ha comentado en varias entrevistas: la muerte del gato de su hija, el pozo para su entierro y la ayuda de un hombre desconocido que le narra su historia: siendo un niño escuchaba que la gente venía a su casa, golpeaba y le decía a su padre, director de una escuela de frontera en la Patagonia, “Vengo a buscar las herramientas” a las que este respondía “¿Quién ha muerto?”. Se trata de una escena oral que recupera Silvia Hopenhayn y este hombre bien podría ser uno de esos narradores orales que menciona Walter Benjamin en “El narrador”:
“El narrador siempre extrae de la experiencia aquello que narra; de su propia experiencia o bien de aquella que le han contado. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias.”
En este sentido, el hombre transmite una experiencia relacionada con los grandes ejes de la novela: la muerte, la vida, las herramientas y la palabra. Sin embargo, no solo se trata de una historia, sino de una sintaxis oral que está presente en este diálogo y que será parte del trabajo fundamental sobre el lenguaje que realiza Silvia como escritora.
“Vengo a buscar las herramientas” está estructurada en dos líneas narrativas que se van alternando. La primera transcurre en Los Molles entre 1966 y 1967. Los protagonistas son un matrimonio y su hijo, Lucio. Estos viajan como directores de una escuela desde un espacio fronterizo a otro, de Misiones a la Patagonia. Uno de los núcleos, la muerte o qué hacen los vivos con sus muertos o con sus cuerpos, se introduce a partir de la narración de un deshielo prematuro que deja expuestos los restos de los difuntos que no habían sido “enterrados”, sino que se los arrojaba en la ladera de la montaña y se los cubría con piedras. Se trata de una descripción donde la naturaleza tiene un rol central trabajado a partir de dos elementos que irán desplazándose en el texto: el movimiento del agua y la solidez de la piedra, así como de la personificación:
“La fatalidad del deshielo convoca lo que ruede. Más piedras embarradas, salvo una que engrosa de nieve, como sí aplacara su entorno, ¿Saben las piedras que tropiezan con esqueletos? ¿Qué tiene más historia: la piedra o el hueso? Remolinos de viento secretean entre las hojas ralas. La lluvia se encargar de propagar el chisme de lo que permanece a la vista.” (13/14)
Esta costumbre provoca la contaminación de las aguas que a su vez trae más muerte como en un circuito cerrado y esta es la preocupación central del matrimonio: romper este continuum. Las herramientas en principio son las que el director pide a Buenos Aires para enseñarles a los pobladores a cortar la madera, construir los cajones y enterrar a sus muertos en un lugar que no contamine el agua.
La otra línea narrativa que se alterna con la primera transcurre en el barrio de Villa Crespo durante el año 2019 y tiene como centro justamente la muerte de un gato y a una mujer que debe hacer un pozo para enterrarlo mientras su hija que supuestamente duerme con sus amigas intentan también lidiar a través de la palabra con la muerte. Ante la dificultad de cavar en su jardín, la mujer realiza un periplo por la cuadra de su barrio en búsqueda de ayuda. Este recorrido, esta especie de viaje mínimo permite el encuentro con el otro, sobre todo, a partir del diálogo que no dejará de ser problematizado al estilo de “Alicia a través del espejo”, pero también de Rulfo. El narrador además recupera la historia de varios de estos personajes entre ellos La Rusa, la costurera y Eric, el panadero. Se trata de historias de quienes también han emigrado y en las cuales un otro les ha dado “las herramientas”, es decir, la posibilidad de salir adelante mediante un oficio.
Cómo enfrentar la muerte, qué hacer con el cuerpo de un ser querido es un punto de cruce entre ambas líneas narrativas, pero también remite a la historia argentina: los cuerpos de los indígenas asesinados por la “campaña” de Roca, los cuerpos de los desaparecidos y de los rescatados de los escombros de la AMIA. Otro punto de cruce remite al título: las herramientas, no solo entendidas como instrumentos físicos que sirven para hacer cosas, sino la palabra, el lenguaje que también es una herramienta fundamental en la construcción de nuestra realidad y en los vínculos intersubjetivos. La palabra recorre toda la novela desde el dialogo inicial que trabaja a partir de lo sobrentendido, de la elipsis. En ambos sentidos de la palabra “herramientas” se establece en la línea de Los Molles entre los directores y la población un vínculo que en principio podríamos denominar “civilizatorio”, ya que se les enseña a enterrar los muertos, a escribir para no ser estafados, para asegurar la propiedad sobre el lugar donde se vive y, sobre todo, para generar un sentido de comunidad, ya que todos son personajes que han emigrado o han sido desplazados: mapuches, turcos, irlandeses, chilenos, etc.:
“Las escuelas rurales de frontera están fuera de las coordenadas, no alcanza el pueblo, cuelgan de un borde natural a la espera de los que están por irse. Recogen a la gente que solo pertenece a sus pasos.” (19)
Sin embargo, el texto no trabaja a partir de dicotomías como pueden ser las de “civilización” y “barbarie”, sino que el matrimonio parte del intento de cambiar ciertas prácticas de la población -como serán también las relacionadas con el cuidado del cuerpo en oposición a los “curanderos”- para mejorar sus vidas. Además, en esta línea narrativa tenemos el aprendizaje de Lucio en el cual la palabra también es fundamental tanto para indagar sobre la realidad como para “nombrarla”:
“En Trevelín había una biblia y esa noche, cuando su madre llegó a “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”, Lucio recibió un mensaje distinto: ¿Qué imagen, qué semejanza había entre todo lo que lo rodeaba y cómo se lo nombraba? Por su parte, los humanos habían recreado el mundo a semejanza e imagen de las palabras que, según los idiomas, se le parecían más o menos.” (56)
“Con la piñata los niños quedaron boquiabiertos. Ninguna palabra se asemejaba al inmenso chancho de papel que colgaba del techo. Era una bola sin parangón.
Y Lucio fue quien gritó “¡Piñata!” clarito y a viva voz. Todos corrieron hacia donde él señalaba. Supo entonces que las palabras mueven a las personas, cuando alguien acierta al decirlas.” (69)
“Vengo a buscar las herramientas” es entonces una novela que se abre a múltiples lecturas a partir de un trabajo sobre el lenguaje que establece ciertos núcleos duros, pero que también disemina elementos que recorren todo el texto. Algunos de sus ejes centrales, como se mencionó, son la forma en que afrontamos y procesamos la muerte, la palabra: el hecho de nombrar, de cambiar los nombres, de saber escribirlos, la posibilidad de narrar y de leer el mundo que nos rodea, de dialogar con el otro aunque no se esté exento de equívocos o no se pueda decir lo que uno quiere comunicar. También es una novela sobre cómo la solidaridad nos sorprende y nos conecta con el otro en el momento en que más lo necesitamos, aunque no podamos ponerlo en palabras exactas, sin ambigüedades ni malentendidos.
Editorial Corregidor
2021: 240 páginas