A pesar de sufrir una evidente discapacidad intelectual, Roberto Cardozo Subía estuvo casi un año y medio preso. Este boliviano analfabeto de 34 años, que se hacía llamar Pisculichi por su fanatismo por River, finalmente fue absuelto por la Justicia Federal de Salta. Pero el caso muestra la fría dureza que llegan a exhibir algunos jueces y fiscales. Primera parte de un informe increíble.
“Yo se vuá relatá un partido”, dice Roberto Cardozo Subía frente al micrófono de la sala de audiencias del Tribunal Oral Federal Nº 1 de Salta. Tiene puesta una camiseta de River y un barbijo rojo y blanco. Frente a él están el juez Santiago Díaz y la auxiliar fiscal Josefina Martínez, y desde detrás lo acompaña la defensora oficial, Clarisa Galán. “Llevo todos los días llorando por mis guaguas, yo nunca he caído preso. Soy una persona que no sé leer, no sé escribir. Estoy debiendo de alquiler en Bermejo, palabra de Dios. Y se vuá relatá un partido”, repite. Cambia de voz y entona: “¡Va a jugar la selección argentina!”. Se frena y pregunta, nuevamente con su voz habitual: “¿Está prendido el micrófono o no?”. El juez toma la palabra y le responde, en forma pausada: “Señor, no vamos a escuchar su relato futbolístico. Porque, ¿sabe qué? No corresponde”. “Ahhh, bueno”, afirma Cardozo Subía, antes de pararse y volver a su lugar, junto a su defensora.
Este ciudadano boliviano de 34 años había sido detenido el 1º de marzo de 2019 en Aguas Blancas, acusado de tentativa de contrabando de estupefacientes agravado, un delito que tiene una pena máxima de 15 años de prisión. Desde entonces estaba preso, primero en el escuadrón de Gendarmería de Orán y luego en la cárcel federal de Güemes. Es fanático del fútbol en general y de River Plate en particular, por lo que él mismo se hace llamar “Pisculichi”, como el volante creativo que brilló hace unos años en el equipo de Núñez.
Tiene una deficiencia mental considerable, comprobada por estudios psiquiátricos. Sin embargo, fue procesado y llevado a juicio por el juez federal de Orán, Gustavo Montoya.
Un panorama imposible
Cardozo Subía nunca fue a la escuela. Nació en Yunchará, departamento de Tarija, uno de los sectores más pobres y postergados de Bolivia, una zona de campesinos sin ningún tipo de tecnificación. Su madre murió cuando él tenía cinco años por un cuadro de salud simple que se complicó por la ausencia de atención médica. A los 10 empezó a trabajar, en tareas de cocina y lavado de ropa para obreros zafreros. Poco después sufrió un accidente que lo dejó prácticamente sordo de un oído.
Una década más tarde conoció a Yolanda, que hacía la misma labor que él. En medio de este trabajo golondrina, siempre en condiciones de vivienda muy precarias, tuvieron dos hijos, que hoy tienen 12 y nueve años. Además, criaron a un sobrino de Yolanda, que quedó huérfano de padre.
Hace un tiempo, los cinco se instalaron en la localidad fronteriza de Bermejo, donde alquilaban una o dos habitaciones en la pensión que les brindara un mejor precio. Un día le ofrecieron llevar un bulto hasta el lado argentino de la frontera, aceptó, vio que podía ganar un poco más de dinero que en la zafra y no tenía que trasladarse constantemente largas distancias. Así, Pisculichi se convirtió en bagayero. Era un trabajo que podía hacer, ya que únicamente le requería el uso de la fuerza y la comprensión de misiones muy simples: llevar paquetes de 60, 70 u 80 kilos de un lugar a otro. Nada más. Y, como la paga era por bulto, tenía que esforzarse lo más posible para hacer muchos cruces.
Desarrolló esta labor durante tres años, sin ningún problema legal. Por su condición intelectual y su obsesión con los relatos futbolísticos, se hizo conocido entre los integrantes del puesto de Gendarmería de Aguas Blancas, que lo tomaron como una suerte de mascota. “Todos los gendarmes me conocen”, aseguró una y otra vez en el juicio.
“¿Yo, preso?”
El 1º de marzo de 2019, mientras una delegación del Ministerio de Seguridad de la Nación recorría la zona, fue frenado en un control ocasional. Allí estaba, casualmente, un fotógrafo del organismo que por entonces conducía Patricia Bullrich. Los gendarmes fueron directamente hacia él y le pidieron que abriera el bulto que transportaba sobre su espalda, envuelto por una gran lona. Entre las cajas con termos y platos apareció un paquete diferente: eran cinco kilos de cocaína. Cardozo dijo que no sabía qué era eso, que el bulto se lo había dado una mujer de nombre “Margot” en Bermejo y que se lo tenía que entregar en Aguas Blancas a un señor que se hacía llamar “El Rengo”. En una de las imágenes tomadas por el fotógrafo del Ministerio (incorporadas al expediente judicial) se advirtió luego la presencia de un hombre que caminaba ladeado… Sin embargo, los gendarmes no dieron con Margot ni con El Rengo. Y Pisculichi quedó detenido, acusado de un delito para el que la ley prevé una pena altísima.
En Orán se le hizo una primera pericia psiquiátrica, que arrojó como conclusión que tenía una discapacidad intelectual leve. El juez interpretó que eso no le impedía comprender la criminalidad de sus acciones, lo procesó y lo mantuvo en prisión. Cuando llegó a la cárcel de Güemes, tanto los agentes del servicio penitenciario como los otros presos no tardaron en darse cuenta de que ese hombre no podía estar ahí.