A 4500 metros de altura, el verano pasado se montó por primera vez un campamento base en el Llullaillaco, en lo más profundo de la puna salteña. Brinda alojamiento en carpas de alta montaña, luz eléctrica, comidas y agua, servicios inéditos para esa región. Avatares de la pandemia mediante, volverá a instalarse en noviembre. Un viaje único, para programar con anticipación.
Cuatro horas, dos inmensos salares, varias estaciones ferroviarias abandonadas, cinco flamencos, tres zorros grises, una pareja de patos barcinos e innumerables grupos de vicuñas pasaron desde que salimos de Tolar Grande. La puna salteña se muestra salvaje, desnuda, inhóspita y, al mismo tiempo, llena de vida. Un altiplano inmenso, inabarcable para la mirada, en el que escasean el agua, el oxígeno y la sombra. Un sitio que fue escenario de dos increíbles epopeyas: la primera de origen ritual y religioso, seis siglos atrás, protagonizada por el imperio incaico; la segunda, con un objetivo industrial y comercial, hace casi cien años, tuvo como responsables a un puñado de ingenieros y centenares de obreros. Ambas historias se cruzan una y otra vez por nuestras cabezas cuando atravesamos la desolada geografía puneña.
La ruta, en buen estado hasta la minera Mariana, se torna un poco más irregular en el último tramo, sobre el salar del Llullaillaco y ya cerca de la base del altísimo volcán, cuya figura de 6739 metros sobre el nivel del mar domina toda la región.
Tras la enésima curva, ya sobre los 4500 metros, una infraestructura inverosímil para este lugar nos deja sin palabras, asombrados: hay paneles solares, una gran carpa con forma de túnel, un domo semicircular, un baño y ocho carpas de alta montaña, todo prolijamente delimitado con piedras de la zona. Está atardeciendo y tres jóvenes nos salen a recibir. Son Gustavo “Tiko” Cruz, Soledad Choque y Mónica Gutiérrez, que fueron capacitados en la ciudad de Salta para atender este campamento, a través de un programa de la fundación Puna Visión, financiada con capitales suizos. Tiko es de San Antonio de los Cobres; Sole y Moni, de Tolar Grande.
“Esto para los chicos de la puna es buenísimo, porque nos da una salida laboral sin irnos de nuestra tierra. Nosotros nos ocupamos de que los turistas y montañistas que visitan el campamento tengan su desayuno, sus comidas y sus carpas en perfectas condiciones para que puedan disfrutar de la zona”, explica Sole, que tiene 18 años y terminó el secundario el año pasado en Tolar. El pasado fue el primer verano de este campamento: fue montado en noviembre y desarmado en marzo, ya que las condiciones extremas del invierno hacen imposible permanecer aquí desde fin de abril hasta fin de octubre. En la Argentina, no hay nada similar desde el Aconcagua hacia el Norte.
En la Argentina, no hay nada similar desde el Aconcagua hacia el Norte.
A caminar y encontrarse
En 1999, en la cima del volcán sagrado de los incas fueron encontrados los célebres Niños del Llullaillaco, hoy exhibidos en el Museo de Arqueología de Alta Montaña, en la ciudad de Salta. Para todos los que quieren hacer cumbre, este campamento es una bendición, un aliado estratégico que hace muchísimo más simple la logística de la expedición.
Pero no sólo para los montañistas es una buena noticia, ya que con este servicio la desolada puna queda al alcance de cualquier amante de la naturaleza y la aventura. Lo único que hace falta llevar es indumentaria adecuada y una buena bolsa de dormir, preparada para soportar los cuatro o cinco grados bajo cero de la noche. De todo lo demás se ocupan los chicos de Puna Visión, que permiten cambiar las tradicionales comidas de campaña (arroz, fideos, polenta…) por unas magistrales pizzas caseras o un sabroso cordero al horno, regado por un buen vinito salteño.
Nuestra estadía fue corta, pero suficiente para adaptarnos bien a la altura y tener un panorama de lo que se puede hacer en el lugar. Por la mañana salimos a caminar por los alrededores, a paso tranquilo, acompañados por Tiko, Sole y Moni; trepamos casi 150 metros de desnivel por el faldeo de una loma que flanquea el campamento y desde arriba tuvimos un fantástico panorama del salar de Llullaillaco, que en esta época del año mostraba una importante laguna en su zona central.
Por la tarde, luego de un almuerzo digno del mejor restaurante urbano y una siesta reparadora, nos montamos a la camioneta para rumbear hacia el mismísimo pie del volcán, a 5000 metros sobre el nivel del mar. Son solamente 15 kilómetros desde el campamento, pero el camino es apenas una huella y demanda una hora de marcha.
Un enjambre de nubes gira alrededor de la cumbre del Llullaillaco, y allí estamos nosotros envueltos en una nevizca que va y viene minuto tras minuto. Caminamos por la zona del Cementerio, un gran playón de piedras y arena gruesa en el que hay tumbas, corrales y otras señales del paso de los incas por aquí, probablemente en la preparación del ascenso para llevar los cuerpos de los niños hasta la cima.
El viento es muy fuerte, el frío cala hondo y la altura obliga a moverse lentamente, factores que nos llevan a pensar en la proeza de aquellos hombres y mujeres de los Andes, que enfrentaron estas mismas condiciones con tecnologías de vestimenta, transporte y alimentación un tanto más rudimentarias que las nuestras… Por la noche, las nubes se van y el cielo se llena de estrellas una vez más. Los manchones de nieve que salpican el sector más elevado del volcán se pierden en las sombras y la temperatura baja abruptamente. Me alejo un centenar de metros del campamento. El silencio es absoluto; la soledad, también. Y, sin embargo, es un momento de encuentro. ¿Con quién? También en eso la puna es inigualable: su desnudez invita a mirar hacia adentro y encontrarse con uno mismo. Un maravilloso desafío.
Fuente: secretosdesalta.com.ar