En el extenso primer volumen de «Una tierra prometida», que llegó a las librerías de todo el mundo, el expresidente de Estados Unidos recrea cómo afrontó -y asimiló- las diversas experiencias por las que atravesó en la Casa Blanca.
Como si no fuera suficiente con haber sido el primer presidente afroamericano en la historia de Estados Unidos, Barack Obama volvió a romper un molde con la reciente publicación del primer tomo de sus memorias, en las que pasa sus excepcionales vivencias por el tamiz de una perspectiva singularmente humana.
El libro, que fue puesto a la venta el martes pasado en 26 idiomas –solo en Estados Unidos se colocó una tirada inicial de tres millones de unidades–, vendió la cifra récord de 887.000 ejemplares en las primeras 24 horas, según el grupo editorial Penguin Random House, con lo que Obama superó a su esposa, que en 2018 había colocado en el mismo período 725.000 copias de «Becoming» (que en español se tituló «Mi historia»).
En el extenso primer volumen de «Una tierra prometida», que llegó a las librerías de todo el mundo hace menos de una semana, Obama recrea de manera descarnada, pero a la vez sin dramatismo, cómo afrontó -y asimiló- las diversas experiencias por las que atravesó en su carrera hacia la Casa Blanca y, sobre todo, una vez que estuvo en ella.
El estilo ameno y la naturalidad con que fluye el relato, casi como si el narrador fuera un testigo y no el protagonista, no disimulan el asombro por los hábitos y las responsabilidades que debe asumir el gobernante de una de las mayores potencias mundiales ni la persistente preocupación por asuntos aparentemente mucho más sencillos pero propios de la cotidianeidad de quien no está dispuesto a sacrificar su familia por una carrera profesional.
Así, como si fueran componentes indisolubles de la experiencia que eligió vivir, Obama alterna la evocación de cuestiones tan disímiles como la necesidad de mudar de ciudad y cambiar de escuela a sus hijas pequeñas en medio del ciclo lectivo, y la sensación de quien, de un día para otro, pasa a cargar –incluso físicamente, con «el pequeño maletín revestido de cuero que acompaña al presidente todo el tiempo»– con «la autoridad para hacer explotar el mundo».
Con el mismo tono, el autor recrea sus desvelos, y los de su esposa Michelle, por evitar que la vida excepcional que se aprestaban a comenzar a vivir a partir del 20 de enero de 2009 afectara la formación de sus hijas, y algunos detalles que, no tantos años después, llevan –no solo a él– a añorar una época de convivencia democrática a la que la creciente polarización política parece haber puesto entre paréntesis en buena parte del mundo occidental.
Obama cree que la preocupación doméstica fue resuelta invitando a la madre de Michelle a vivir con ellos en la Casa Blanca: «La simple presencia de Marian mantuvo a nuestra familia con los pies en la tierra; fue una verdadera bendición tener a mi suegra, para nosotros se convirtió en el vivo recuerdo de quiénes éramos y de dónde veníamos», afirma.
De la convivencia con los adversarios políticos da cuenta su reconocimiento al esmero con que su antecesor, el republicano George W. Bush, lo recibió, lo aconsejó y puso la administración a disposición de su equipo, un detalle que no sería más que una anécdota si no se lo contrastara con la actitud del actual presidente, Donald Trump, que casi 20 días después de las elecciones seguía sin admitir el triunfo electoral de su competidor y sin facilitar la transición, en una época particularmente compleja por la pandemia de coronavirus y su impacto en la economía.
Otro reflejo de esa saludable práctica democrática es el detallado relato de por qué decidió –y cómo lo logró– que su primer secretario de Defensa, Robert Gates, fuera el mismo que venía desempeñando ese cargo en el gobierno de Bush.
Gates «era un republicano, un halcón de la Guerra Fría, un miembro acreditado del establishment en asuntos de seguridad nacional, un antiguo adalid de las intervenciones internacionales contra las que seguramente yo había protestado en la universidad, y actual secretario de Defensa de un presidente cuyas políticas bélicas aborrecía».
Pero «había poderosos motivos políticos para mantener a Gates en el cargo: había prometido terminar con el rencor partidista y la presencia de Gates en mi gabinete demostraba que tenía serias intenciones de cumplir esa promesa». Y había además «un último motivo», que «era resistirme a mis propios prejuicios», confiesa Obama.
Con todo, los adversarios no estaban únicamente fuera de su partido: Obama no olvida las objeciones que recibió de sus colaboradores cuando decidió nombrar secretaria de Estado a Hillary Clinton, que lo había criticado duramente durante la campaña preelectoral en la que ambos compitieron por la candidatura demócrata, ni la rápida toma de conciencia de las diferencias que pueden convivir bajo un mismo sello.
«En cuanto empecé a designar los cargos comenzaron a notarse las distintas expectativas que había en el seno de mi propia coalición; al fin y al cabo, cada persona que elegía para un puesto en la administración traía consigo su propio historial, su rastro documental y su grupo de seguidores y detractores», y «al menos para los expertos, cada uno de aquellos nombramientos mostraba mis verdaderas intenciones políticas, mi inclinación a la derecha o la izquierda, mi disposición a romper con el pasado o a vender más de lo mismo», reflexiona.
En un relato en el que también se trasluce su estilo de liderazgo, tanto político como de equipos de trabajo, Obama razona que «la elección de las personas reflejaba la elección de las políticas, y con cada nueva elección iba creciendo la posibilidad del desencanto», y asegura haber tenido clara su responsabilidad: «Nadie me había obligado a ser presidente, tenía que aguantarme y hacer mi trabajo».