Aborto Fundación Huespd

Editorial de Leandro Cahn sobre el aborto

Estamos frente a un debate que nos interpela y, al fin de cuentas, expone qué nos pasa como sociedad cuando debemos otorgar derechos vinculados a la sexualidad. Más aún, qué nos pasa cuando debemos discutir sobre sexualidad. Pero también estamos frente a un debate que nos duele, porque dejar todo como está implica seguir perpetuando el aborto clandestino, lo que vulnera la vida y la salud de las personas gestantes. No podemos seguir mirando para otro lado.

Ya en 2018, durante la discusión por la legalización del aborto, parece haberse alcanzado un acuerdo unánime acerca de la importancia de la educación sexual integral y la distribución de métodos anticonceptivos. A pesar de ese logro, no deja de llamar la atención que muchos de quienes hoy se siguen oponiendo a la legalización del aborto son los mismos que antes se opusieron sistemáticamente al tratamiento y aprobación de otras leyes que otorgaron derechos e, incluso, obstaculizaron las campañas que promovían el preservativo y otros métodos anticonceptivos.

No es la primera vez. Cuando, a comienzos de la década de 1980, la aparición del VIH involucraba hablar de formas diferentes de ejercer la sexualidad, de hombres que eligen tener relaciones sexuales con otros hombres, de personas que no esperan al matrimonio para tener relaciones sexuales, de personas que estando casadas tienen relaciones extramatrimoniales, etc, se decía -se nos decía- que el VIH era un castigo divino. Y durante años buscaron impedir campañas de comunicación y la distribución gratuita de preservativos, al que no solo a partir de cuestiones vinculadas a sus creencias, sino que, además, le buscaban explicaciones pseudocientíficas a esta postura.

Todavía recuerdo, allá por el 2002, cuando se debatía la Ley de Salud Sexual y Reproductiva en el Congreso Nacional escuchar argumentos en contra que aseguraban que “el proyecto no protege la vida desde la concepción» o que se abrían las puertas a “métodos abortivos”, entre los cuales incluían al DIU. Y señalaban que «todo método que impida el anidamiento, es abortivo». En 2000, cuando se discutía la Ley de Salud Reproductiva en la Legislatura porteña, el comunicado de una autodenominada “Marcha por la Vida” afirmaba que «está científicamente comprobado que los anticonceptivos hormonales y mecánicos son abortivos porque impiden la implantación del nuevo ser en el útero materno y eliminan el embrión». Hoy, afortunadamente, ya no se ponen en discusión esos métodos anticonceptivos.

Lo que estamos discutiendo no es si estamos a favor o en contra del aborto: las mujeres abortan. Las que pueden pagarlo lo hacen en un entorno seguro, mientras que aquellas que no tienen los medios acceden a abortos inseguros que llevan a hospitalizaciones y muertes. Lo que sí estamos discutiendo es si desde el Estado se garantiza el acceso a una práctica segura e informada o si seguimos viviendo en un país que elige mirar para otro lado acerca de esta problemática. Si la interrupción del embarazo fuera legal, nadie se vería obligado a abortar, pero estaría garantizada la posibilidad de acceder al derecho para quienes lo decidan.

Legalizar el aborto supone, además, ofrecer un marco que permita que las decisiones sobre el propio cuerpo se lleven a cabo en un entorno saludable y seguro. Terminar con un embarazo no es una decisión que se toma a la ligera. El Estado debe garantizar las condiciones para que estas decisiones se tomen de manera no coercitiva: ofrecer educación sexual para elegir con libertad y autonomía; proveer anticonceptivos para planificar los embarazos; y legalizar el aborto para no seguir condenando a las mujeres a la clandestinidad.

Las sociedades más desarrolladas tienen legalizada la interrupción del embarazo y, con ello, no sólo lograron la disminución de complicaciones asociadas al aborto y la mortalidad materna: también tienen menos abortos. El futuro ya está aquí, hagamos historia. Que sea ley.

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