Maldoror

Reseña de Los Cantos de Maldoror

“Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera, no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora”.

Amigas y amigos, evidentemente, si hay alguna precisión en los motes o etiquetas que los críticos colocan a los autores y obras literarias, realmente estamos en presencia de un “poeta maldito”. Los Cantos de Maldoror es un libro dedicado al mal, un grito desgarrado, satánico, que hace temblar. El narrador enfrenta al Creador, lo insulta y lo desafía:
“Mi poesía tendrá por objeto atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña”.

“Levanté mis párpados azorados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, desde el cual ejercía el poder con orgullo idiota, el cuerpo envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar del hospital aquél que se denomina a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto y lo llevaba alternativamente de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, puede adivinarse qué hacía. Sumergía sus pies en una vasta charca de sangre en ebullición, en cuya superficie aparecían bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas, medrosas que se volvían a hundir con la velocidad de una flecha: un puntapié bien aplicado al hueso de la nariz era la consabida recompensa por la infracción del reglamento”.

El protagonista, Maldoror, va contando sus días, sobre todo señalando el hecho de que se percibe impar, diferente a los aborrecidos humanos. Por ejemplo, confiesa que no puede reír, que no puede amar entre las bestias. En un momento tajea su boca, extendiendo sus labios con un corte de oreja a oreja, pero descubre que lo que resulta no se parece a la sonrisa de los otros…

Finalmente decide oponerse a las miserias celestes y terrestres, y declara su guerra inconciliable contra el mundo:
“Hice un pacto con la prostitución para sembrar el orden en las familias”.

En su relato, se van sucediendo sus penosas experiencias en las vías terráqueas, se va poblando de monstruos. Se desarrolla todo un bestiario diabólico que intenta manifestar la repugnancia y la crueldad del mundo: serpientes, arañas, sapos, piojos y el negro tiburón. Todas las criaturas parecieran contribuir a animar el mosaico inmundo de seres que brillan con luz negra.

Según León Bloy, quien lo descubrió un día atónito, el poeta no podía tener idea de la trascendencia de las palabras inauditas que estaba profiriendo. Según André Breton, el libro ostenta todo lo más audaz que durante siglos se pensó y se emprendió. Cuando aparecieron, en 1869, esas páginas incendiaron las manos que las sostenían, pasmaron a las mentes que las recorrían, produjeron cataclismos, desorientaron. Nadie pudo comprender qué pasaba allí, y se barajaron las palabras de alivio: el autor estaba loco, o como le parecía a Rubén Darío, estaba poseído por Satanás.

A partir de allí, Los Cantos nunca dejaron de sorprender ni de horrorizar a los lectores que se atrevieron a abordarlo. Con el correr del tiempo, se le atribuyeron todo tipo de inauguraciones para la literatura: se le consideró precursor del Surrealismo, de la vanguardia, el más maldito entre los malditos.

El Conde de Lautréamont, seudónimo de Isidore Ducasse, nació en Montevideo, en 1846. Es, teniendo esto en cuenta, el poeta uruguayo más leído en el mundo. Se sabe poco de sus estudios y ocupaciones. Su padre fue un importante agente diplomático de Francia, su país natal, en la hermana República transplatina. Se sabe que viaja a París en la adolescencia, que su madre muere cuando apenas cuenta con dos años de vida… y no mucho más.

Leer Los Cantos es una experiencia inolvidable, casi horrorosa. Es de esos textos que desequilibran al lector, lo sacuden, lo estremecen. A mí, que lo conseguí emocionado casi al inicio de mi adolescencia, me causó espanto. Por varios días no lo podía sacar de mi cabeza. Fue una experiencia traumática. Fue una especie de revelación de la potencia del pensamiento y de la mente humana cuando no hay límites que los frenen. Literalmente, no podía creer lo que estaba leyendo.

Isidore no pudo tener ni la más pálida idea del escándalo y la fama universal que cobraría su labor endemoniada. Murió en 1870, a los 24 años, en Paris

No recomendaré su lectura, como siempre hago en mis reseñas, amigas y amigos, a menos que estén preparados para gozar de una pluma que clama contra el mal y la injusticia del mundo, a menos que se dispongan al asombro, y a considerar, sin dogmas ni prejuicios, un corazón sangrante.

Por Martín Cagnoni para Alegre Distopía, un programa de música, literatura y artes varias que imprime una mirada irónica y humorística a estos tiempos distópicos. Escuchalos todos los jueves de 17 a 19 horas por FM La Plaza 94.9

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