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Adopción y La Razón de estar conmigo

Era un mediodía de viernes caluroso y yo caminaba distraída, sin saber lo que me esperaba yendo a buscar a mi hijo del jardín, cuando nos cruzamos con él.

Estaba ahí parado, con la colita entre sus patas traseras, la mirada baja y no sabiendo muy bien qué hacer con tantas personas rodeándolo. No era de la zona ni tampoco de alguien que estuviera allí, haciendo algún trámite en su compañía. Me acerqué para verlo más de cerca, movida por la curiosidad y por esa cosa que llevo dentro mío desde que tengo uso de razón: los perros me pueden. Pude percibir su miedo, la desorientación y el cansancio, pero por sobre todo pude ver que estaba completamente abandonado.

Era un manojo de pelos despeinados, llenos de tierra, pulgas y garrapatas, que no se dejaba tocar por ninguna persona presente pero tampoco se quería alejar. Instantáneamente, hizo contacto visual con mi niño y conmigo. Ya no hizo falta nada más que responder a sus saltitos despatarrados, demostrando una alegría repentina que se apoderó de su cuerpo flaquito, como si le hubieran dado un shock de adrenalina y hubiera vuelto a la vida de golpe.

Se paró en dos patitas y contento nos obligó a hacerle upa, con un desparpajo y confianza como la de esos amigos que se conocen de toda la vida y vivieron mil aventuras juntos. ¿Podría ser que ya nos conociera de otras vidas, como en esa película “La razón de estar contigo”?. ¿Podría ser que después de tanto andar sin rumbo, por fin nos había encontrado?. Yo que no creo en muchas cosas, pero a la vez en tantas, estaba sintiendo escalofríos y también mariposas en la panza.

Tuve la suerte de tener mi propio “Bailey – Jefazo”, con otro nombre y otra historia, que me acompañó más que mi propia sombra y me quiso incondicionalmente. Después de llorar mares con la película en cuestión, sentí y deseé que me pasara alguna vez lo mismo. Y déjenme decirles: elegí creer que, en ese preciso instante, él nos estaba encontrando otra vez. ¡Qué felicidad! y qué alivio para el peludito, que con total descaro y haciendo uso de su encanto perruno, se acomodó sobre mis pies para dormirse una siestita todo el camino de vuelta a casa. Porque, claro, nos había elegido y no pudimos resistirnos a esa nueva aventura.

Para él era el primer viaje en auto, seguramente, pero también el último que emprendía buscando amor, comida, un lugar calentito donde dormir, un techo para no mojarse con las lluvias ni morir de calor. Sólo un viaje le bastó para sentirse en paz y dormir profundamente, como si supiera que era donde tenía que estar. Donde podía continuar con su misión en esta vida.

Porque ellos saben bien cuando te ven, que vas a ser su hogar. Saben que no necesitan nada más que besos, abrazos, un plato de comida y un baño calentito para limpiarse no sólo de la suciedad y los bichos, sino de todo ese dolor, indiferencia y malos tratos que les tocó cargar como cicatrices de una guerra cruel: el abandono.

Mi nuevo amigo, compañero de aventuras de mi hijo y guardián de mi alma, supo hacerse querer por toda la manada de nuestro hogar y nos adoptó como su familia. Logró abrir esa puerta por donde pasan todos los peluditos con suerte, a formar parte de nuestras vidas y mejorarlas para siempre.

 

septiembre 2019

 

septiembre 2020

 

 

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